Fotografía de Gkillcity.

Se puede rearmar nuestra noción de país si dejamos atrás la idea del partido y el caudillo

Es curioso que los dos eventos más potentes que han apelado a la idea de identidad nacional desde la firma de la paz con Perú, tuvieran epicentro en poblados cercanos: Montecristi en 2008 y Pedernales en 2016. Quizás no sea casualidad. A lo mejor la madre Tierra nos está dando un mensaje: sus embates apelan a lo mejor de todos los ecuatorianos. Y requieren de esfuerzos nacionales, de una identidad duradera y apartidista, en donde Estado y sociedad civil aporten lo suyo y se complementen. Algo distinto de lo que la otra fuerza de la naturaleza que muchos creen que es Rafael Correa entendió como proyecto de reconstrucción de identidad. Montecristi les sirvió para consolidar su identidad. Pero no del país, sino de Alianza País y de su caudillo.

El terremoto nos devolvió esa idea de comunidad nacional que estaba perdida: la ecuatorianidad. Aparece espontáneamente en  los momentos de emergencia, como una desgracia —enfermedad o muerte— hace que una familia se reúna. Esa identidad y solidaridad entre los miembros de esa familia disfuncional que es el Ecuador, emerge ante las amenazas —externas o de la naturaleza— que la ponen en riesgo, generando genuina preocupación en el resto de compatriotas. El problema, para variar, es cómo sostener esa fuerza que solo las amenazas sacan.

Ecuador ha vivido enmarañado en lo de siempre: la idea de micropaíses con dinámicas propias, que funcionan desconectados del resto por el efecto nocivo de varios ejes: central-local, Costa-Sierra, urbano-rural. Algo que perdura hasta estos días, y se manifiesta de forma extraña cuando pequeñas localidades tienen plebiscitos para decidir en qué provincia quieren estar. El nuestro ha sido un país dividido, al que le falta un pegamento interno y duradero.

En ese sentido, la idea de ecuatorianidad se definió a partir de la amenaza externa que, en el pasado, representó el Perú: las guerras producto de la herida abierta de una zona no delimitada sirvieron como recordatorio de que el Ecuador era una entidad geográfica que albergaba a varias comunidades. La defensa de ese espacio común y la fantasía de recuperar lo perdido en la guerra de 1941 —que tan bien retratara la película El secreto en la caja de Javier Izquierdo— sirvió como una idea potente que permitía deponer los partidismos, los regionalismos  y las mezquindades para proteger nuestra casa común.

Desde la firma de la paz con el Perú, en 1998, los eventos que han resucitado la identidad nacional han escaseado. Quizás la selección nacional con sus tres clasificaciones mundialistas y el “sí se puede” han sido sucedáneos. Pero, políticamente, el leitmotiv identitario parecía haberse perdido. La crisis de 1999, la migración rampante, la pérdida de una moneda propia, junto a la desaparición de la amenaza externa peruana cuando decidimos cerrar definitivamente el límite fronterizo con Perú, generaron un cóctel potente que nos dejó abierta la pregunta: ¿quiénes somos los ecuatorianos? Por eso la llegada de Rafael Correa y Alianza País —nombre ad-hoc para la sensación de pérdida de rumbo nacional— al poder significó, en su momento, un aglutinador que apelaba a reconstruir la identidad. 

Desde esa lectura, se puede entender el constante llamado patriótico (“Patria altiva y soberana”, “Patria grande”), la necesidad de refundar el país a través de una Constitución, los procesos para reorganizar el Estado, el voto de los migrantes, y un largo etcétera que desde el discurso y las acciones, intentaron transformar en hechos e instituciones la idea identitaria, tratando de llenar el vacío.

Pero había varios problemas con el proyecto de la así llamada Revolución Ciudadana. Con el tiempo, han empeorado y quedado expuestos. La idea de combatir la partidocracia (el viejo país en la retórica correísta), para reemplazarla con una nueva institucionalidad (país refundado según esa misma narrativa) implicaba el maniqueísmo de buenos y malos. Era funcional al inicio: para transformar hay que confrontar. Pero en nueve años de poder se ha vuelto falaz cuando el gobierno de Correa reproduce o amplía las taras históricas de la política ecuatoriana: el vaivén de las instituciones al interés del que gobierna, la negación de espacios para la oposición y las disidencias propias, la unilateralidad de las “verdades” que se deben convertir en dogmas de fe.  Por eso, el llamado a la identidad nacional en época de Correa ha fracasado: se convirtió en un llamado a la identidad con Alianza País y el Presidente.

En ese estado de cosas nos encontró el terremoto del 16 de abril. Un proyecto político que apostó, al principio, a generar sentido identitario ha transmutado hacia un proyecto personalista, en donde la idea identitaria está ligada al caudillo. Como si nación-Rafael Correa fueran imágenes inseparables que refuerzan el discurso maniqueo: los que están conmigo son patriotas, los que no son traidores. Por eso, Alejandro Álvarez, un funcionario de la Secretaría de Comunicación dijo que el Presidente Correa había amenazado con prisión a los damnificados que se quejasen por falta de asistencia porque era “el padre de la patria dolido”. Como ese, los llamados a la unidad son siempre desde el poder centralista y personalista de Rafael Correa. Como si solo hubiera país en unción con Correa, nada por fuera de su figura. Eso explica el cortocircuito entre una sociedad abrumadoramente movilizada —que intenta ayudar a los otros miembros de la familia ecuatoriana— y la idea de identidad nacional que tiene Alianza País, en la que todo empieza y termina en la esfera del gobierno correísta.

No obstante, el terremoto puede significar una oportunidad para que los ecuatorianos reflotemos esa otra identidad, más profunda y escondida. El dolor hermana y la solidaridad consolida la unión. Nos enfrentamos con una tarea que requiere de todos, incluyendo al actual gobierno, pero entendiendo que es un proyecto nacional de largo aliento y tiene un solo partido: el Ecuador. Con el terremoto se perdieron las líneas divisorias entre las provincias, las regiones y los grupos socioeconómicos. La tragedia no se detuvo porque llegaba a un límite administrativo. Todos hemos aportado algo, en la medida de nuestras posibilidades, como una comunidad identificada con sus miembros. Es exactamente lo mismo que debemos hacer para tender puentes de ecuatorianidad que ninguna catástrofe natural o amenaza externa puedan dañar.