En noviembre de 2022, un grupo de científicos y artistas de diferentes partes del mundo llegó a Ecuador para visitar el bosque Los Cedros. Supieron de él porque cuando fue declarado sujeto de derechos, la noticia recorrió el planeta y, también, porque estuvo en riesgo por las concesiones mineras irresponsables que hizo el Estado. La persona que coordinaba el grupo, Robert Macfarlane, me invitó a que los acompañara a este bosque en la provincia de Imbabura. Me sentí intimidado. ¿Qué iba a hacer yo, un triste abogado, tímido e ignorante, en Los Cedros con personas que no conocía? Las dudas, sin embargo, se disiparon cuando llegué, y tuve una conversación que me recordó por qué debemos conservar este espacio e impedir que sea destruido por la minería.
El grupo que quería conocer el bosque Los Cedros estaba conformado por siete personas: Giuliana Furci, micóloga chilena que promueve el estudio y la protección del reino de los fungis; Cosmo Sheldrake, músico inglés que se le ha dado por hacer ritmos con sonidos de la naturaleza y de animales en extinción; el escritor inglés Robert Macfarlane, que tiene la obsesión de transmitir con el lenguaje la belleza, la profundidad y la complejidad de la naturaleza; y el jurista colombiano César Rodríguez-Garavito, vinculado al litigio estratégico por el cambio climático.

Un grupo de fungis gigantes en un árbol en el bosque de Los Cedros. Fotografía de Ramiro Avila para GK
El ecuatoriano Martín Obando, el guía local, conocedor como pocos del bosque y un experto en orquídeas, Agustín Grijalva, ex juez de la Corte Constitucional y ponente de la sentencia del bosque Los Cedros, José Cueva, activista contra la megaminería, y Claudia Narváez, bióloga ecuatoriana apasionada por las aves, completaron el grupo.
Pero, ¿por qué decidieron visitar el bosque Los Cedros estas personalidades?
Parte de la respuesta está en la sentencia expedida por la Corte Constitucional en el 2021.
El documento menciona, en detalle, la biodiversidad del lugar donde hay 236 especies de orquídeas (9 endémicas), y especies en extinción y amenaza que tienen ahí un hábitat seguro como el jaguar, mono araña, oso de anteojos, tigrillo, mono aullador, reptiles, murciélagos, anfibios. También se menciona que el 27% de la vegetación es endémica (o sea, que solo se encuentra en Los Cedros), que hay 309 especies de aves, centenas de especies de hongos (4 endémicas, hasta ahora) y 4 ríos que nacen de las entrañas del bosque.
En esta decisión histórica, la Corte, entre otras medidas, declaró la vulneración de los derechos de la naturaleza que le corresponden al bosque Los Cedros, revirtió los proyectos mineros autorizados para explotar minerales ahí, y dispuso que se cambien las normas para que la amenaza que sufrió Los Cedros, no la sufra otros espacios biodiversos en Ecuador.
Pero aunque suena un lugar impresionante, las cifras no tienen color, no cantan, no brillan, no tienen formas caprichosas, no huelen, no sienten. Y para ponerles vida, rostro, sonido, latidos, para resignificar a quienes están detrás de esas cifras y de esa sentencia, hay que visitarlo.
Y eso hicieron ellos, y yo.
Después de cerca de cuatro horas desde Quito, las camionetas nos dejaron al borde de un camino vecinal, desde donde debíamos caminar. Maletas varias, equipos científicos para registrar datos y sonidos —como micrófonos ultrasensibles—, y ponchos de aguas y botas para la lluvia. En Los Cedros, llueve todas las tardes, nos dijo nuestro guía Martín. Calculaba él que, a buen ritmo, llegaríamos en unas dos horas a la estación científica, fundada por uno de los actores más importantes en el juicio contra las mineras, José DeCoux, quien también promueve la investigación sobre este bosque a nivel global.
Un ridículo cartel anunciaba el comienzo de un sendero rodeado de palmeras. Mientras más nos adentramos en el bosque, menos se sentía la presencia humana por la ausencia de sembríos o linderos que separan parcelas. Los miles de tonos de verdes se mezclaban con el sonido de pájaros.
No había cómo perderse en el sendero. Pero las dos horas que debía tomarnos llegar a la estación, resultaron cuatro. No fue por el cansancio de quienes íbamos, ni dolores físicos, ni ampollas. Fue porque en cada metro nos deteníamos para hacer un comentario.
La maraña del bosque mostraba seres con nombres que mi miopía de abogado me impedía discernir. Una orquídea por aquí, un fungi por allá, un pájaro, una fruta, un insecto, una araña, un árbol. Todos con nombres que no recuerdo.
Nos propusimos con César Rodríguez —el abogado— ir adelante de todos y, sin ayuda de nadie más, encontrar una orquídea o un fungi. Pero no logramos ni ver unos fungi gigantes. “Es que no tienen el ojo entrenado”, nos dijo Giuliana Furci. Desde el camino donde comenzamos el recorrido hasta la estación científica, la micóloga encontró sesenta tipos distintos de fungi. Martín Obando contó catorce diferentes orquídeas.
Al llegar, afuera de la estación científica, un cartelito medio destartalado nos anunció que estábamos en la reserva.

Estación científica Los Cedros. Fotografía de Ramiro Avila para GK.
Nos recibió el mítico José DeCoux, uno de los pilares en la resistencia contra la minería en la zona. Serio, cínico en sus comentarios, con su cara y cuerpo talladas por una lucha contra las transnacionales, aupadas en el Estado, y la incomprensión de quienes se deslumbran por las ofertas de las empresas.
La noche en el bosque deslumbra: luciérnagas que titilan, árboles que brillan por la fosforescencia de ciertos fungis, y la sinfonía de insectos que acompañaron la velada.
Al día siguiente, con el heterogéneo grupo, caminamos ocho horas bosque adentro. El mejor treking que he hecho en mis treinta años en los que he recorrido bosques de Ecuador y de algunos países como Costa Rica, España o Estados Unidos.

Las tonalidades de verde son tantas como la diversidad de la vida en el bosque de Los Cedros. Fotografía de Ramiro Avila para GK.
Cuando llegamos a una cascada, después de que Agustín Grijalva, quien había escrito el borrador de sentencia (en la Corte les llaman jueces ponentes), gritara de felicidad y se cargara de energía, tuvimos una conversación que fue algo así:
– Oye Agus. ¿Te sientes orgulloso por haber sido ponente en la sentencia?, le pregunté.
– Qué suerte que la vida nos dio la posibilidad de haber votado a favor, respondió.
– ¿Te imaginas este lugar con minería?, lo provoqué.
– No quiero ni imaginarme, me volvió a responder.

Cuatro ríos nacen de las entrañas de Los Cedros. Fotografía de Ramiro Avila para GK.
Luego le conté que recién vi un documental del cineasta ecuatoriano Pocho Álvarez llamado Palo Quemado. Le dije que no sabía que existía ese lugar, metido por Sigchos, una parroquia chiquita de Cotopaxi. Le conté que ahí está una empresa minera subsidiaria de una canadiense que explota oro y cobre. El documental narra cómo en ese lugar la gente se puso contenta cuando llegaron las empresas y les ofrecieron canchas de fútbol, casas comunales, letrinas, internet. Pero la felicidad duró poco. Así como cuando llegaron los españoles que nos ofrecían espejitos, cruces de madera con cristos crucificados y nos impresionaban con los caballos.
Le enfaticé a Agustín que creía que las empresas les hacen soñar a las comunidades en “aldeas Pitufos” hasta que toman conciencia de que lo único que les interesa a esas compañías es la plata y que les dejen explotar los recursos sin problemas. Le conté cómo en el documental se ve que, poco tiempo después, el río quedó visiblemente contaminado y los guaguas del pueblo comenzaron a tener daños en la piel, y la gente ya no puede tomar el agua y tiene varias dolencias. Hay tomas del agua turbia por los químicos y las mil sustancias que salen de la tierra por la minería.
Y le dije: Agus, imagínate minería acá, en Los Cedros.
Agustín suspiró, miró a su alrededor, mientras se apoyaba en una piedra gigante junto a la cascada, y con los pies en el agua. El ruido de la cascada nos obligaba a gritar:
– No quiero imaginarme esto con minería, me dijo.
– Yo te ayudo, hermano. Quita estos árboles centenarios y pon una máquina gigantesca. Una volqueta por ahí y uno de esos aparatos con pinzas gigantes que quitan esta piedra. ¿Te acuerdas el sendero maravilloso por el que subimos acá? Olvídate de ese y pon ahí una carretera. Muchas volquetas van y vienen. Levantan polvo y no hay cómo caminar a la orilla del camino. Olvídate de las orquídeas, de los fungis, los monos y de los pájaros que hemos visto.
– ¡Para! Ya me puedo imaginar. Pero no quiero ni pensarlo. Mejor disfrutemos esto, me respondió.
– Lo que te quiero decir, Agustín, es que con la sentencia en la que fuiste ponente, se puso un escudo para las actividades extractivas y esto se conserva, le recordé.
– Te repito lo que ya te dije: qué suerte que la vida nos dio la posibilidad de haber votado a favor en esa sentencia, me dijo.
– Sí, qué suerte. Uno a veces escribe sentencias, discute, saca un párrafo, aumenta una palabra, y todo es papel. Es fácil olvidar que detrás de cada papel, de cada expediente, hay seres vivos, como este bosque. Oye, una pregunta más. ¿Si hubieras conocido Los Cedros antes de escribir la sentencia, hubiera cambiado en algo?, rematé.
– Seguro, quizá hubiera tenido un poco más de emoción, de poesía, de vida, de sentimiento en lo que escribí. Creo que esa sentencia tendría más alma de la que le pusimos.
Después de ver, estar, sentir este bosque, le confesé, simplemente sería imposible no proteger a la naturaleza y permitir la depredación extractivista. No podría dormir si en un caso elegiría la plata, los metales, el petróleo, las empresas en lugar de tanta vida. Agustín me respondió que él tampoco, y que a esa sentencia le tiene un especial cariño.
Ahora mismo, en Ecuador, se están resolviendo casos que enfrentan el embate minero empresarial y estatal: Llurimagua (concesiones mineras en la zona de Intag, Imbabura), Fierro Urco (concesiones mineras en un páramo en Loja), Kimsacocha (concesiones mineras en un páramo del Azuay), Palo Quemado (concesiones mineras en un bosque andino en Cotopaxi). En todas estas zonas existen complejos ecosistemas con centenas de especies endémicas y con hermosos paisajes.

Diversidad en el bosque de Los Cedros. Fotografía de Ramiro Avila para GK.
Cuando googleo concesiones mineras en Ecuador salen cifras y mapas: 1.7 millones de hectáreas dadas para explotación minera y prometen llegar a 3 mil millones de dólares en exportaciones mineras. El 49.4% de las concesiones mineras se asientan sobre bosques nativos. El 28.5% de las concesiones están en territorios de pueblos y nacionalidades indígenas. Comunidades, montañas, lagunas, bosques y, en general, la naturaleza está amenazada.
El mapa del Ecuador dividido en cuadraditos. La naturaleza del Ecuador vista como un gran negocio y como un recurso natural que hay que explotar y exportar.
Pensar que todavía hay gente que se come el cuento del “desarrollo y progreso” y, después de tanta explotación minera desde la colonia y del petróleo en los años 70, seguimos siendo pobres y se siguen enriqueciendo unos pocos. En nuestro país existen 4.5 millones de pobres, de esos 1.9 millones viven en extrema pobreza, que es el 10.7% de la población. La riqueza en nuestro país se concentra en pocas manos: el 20% de los hogares más ricos concentran el 70% del valor total de los activos físicos y financieros.
Las empresas se enriquecen al mismo tiempo que las comunidades donde se explotan recursos se hacen miserables. Quizá el ejemplo más claro está en la Amazonía ecuatoriana, que tiene más de 50 años explotando petróleo. En este lugar de nuestro país, el 58% de la población vive en pobreza multidimensional: sus necesidades básicas están insatisfechas, como la educación, salud, el empleo y hasta la alimentación.
A las empresas, legales o ilegales, por más que ofrezcan tecnologías de punta y explotación responsable, no les importa las comunidades que dividen y la naturaleza que destrozan.
Y lo peor es el rol del Estado. Por unos dólares en impuestos y por mucho dinero en pocos bolsillos siguen con ese discurso de instalar señal de internet en las comunidades y construir una cancha a cambio de joderles la naturaleza que ahora, más que el Estado, les da servicios como agua limpia y tierra productiva.
El Estado que siempre denigra a quienes defienden unos derechos que ellos niegan, como si este mundo fuera solo de empresas, inversionistas y burócratas insensibles, y no de gente que lo único que tiene es su comunidad, su naturaleza y derechos en la Constitución, y que les cuesta resistir ante fuerzas tan fuera de su control.
Tenemos personas defensoras muertas, perseguidas y criminalizadas. Hay quienes, incluso, murieron por esa lucha: Andrés Durazno —asesinado por luchar contra la minería en Río Blanco—, Freddy Taish y José Tendetza —asesinados por luchar contra la explotación minera en la Cordillera del Cóndor. La lista de personas amenazadas y criminalizadas es grande.
Ojalá, en estos tiempos de cambio climático y crisis ambiental, Ecuador y sus autoridades opten por la vida.
Ojalá quienes toman decisiones, como cuando hay que dar un voto en una sentencia o firmar en un papel para negar un permiso, sientan ese orgullo y alivio por haber hecho lo correcto, como hizo Agustín Grijalva al elaborar el proyecto de sentencia en Los Cedros.
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