Hace un año llegué a la Amazonía por primera vez. Buscaba una experiencia diferente como médica. Quería conocer ese lugar recóndito del que tanto se hablaba. Pero apenas llegué, me quise regresar. Nada fue como me lo habían contado. Creí que me encontraría con vías en buen estado que permitieran el traslado a pacientes en emergencias. Que habría centros médicos con medicamentos para enfermedades crónicas o degenerativas. En vez de eso me topé con espacios sin equipos ni camillas dignas para examinar a mis pacientes.
Llegué allá como parte de mi rural —el año obligatorio para poder ejercer como médico en Ecuador. Mi plaza está en una de las zonas de mayor explotación petrolera: en el kilómetro 51 de la vía al Auca, en la provincia de Orellana, al norte de la Amazonía ecuatoriana. Donde el eterno verdor que se proyectaba hace 30 años, hoy está desapareciendo por la tala indiscriminada. En la Amazonía ecuatoriana se talan al menos unas 80 mil hectáreas anuales.
Esta zona es hogar de las nacionalidades kichwa, waorani y shuar. Ellos son los que, aún hoy, en pleno siglo XXI llegan a atenderse a pie o en bote, caminando o navegando por muchas horas, hasta llegar a un centro de salud donde esperan ser atendidos con todas las garantías que el Estado promueve en su Constitución.
Pero no pueden porque no hay infraestructura.
Muy pronto me di cuenta de que las afecciones más frecuentes entre mis pacientes eran la desnutrición infantil —según el Inec el 31,4 % de niños menores de 2 años en la Amazonía la padecen—, las enfermedades dermatológicas, respiratorias y gastrointestinales. Todas asociadas con el agua de ríos contaminados por el petróleo que ellos usan para cocinar, bañarse y beber.
Al transitar por aquí y ver las desigualdades he concluido que la explotación petrolera en países como Ecuador, donde la democracia es frágil y las instituciones se fermentan de corruptos, las inequidades aumentan. En la Amazonía ecuatoriana, la población indígena no tiene servicios básicos como luz o agua potable. Según el Inec, 6 de cada 10 personas en la Amazonía no tiene agua potable.
Pero no todos los ecuatorianos conocen esta realidad. Los gobiernos y las empresas petroleras y algunos líderes de comunidades, durante años, han alterado los hechos para contar su propia historia: han hablado de inversión en educación, salud y seguridad en la Amazonía. Lo que yo vi fueron compañías con maquinarias pesadas que transitan en vías en pésimo estado poniendo en peligro la vida de niñas y niños que caminan más de dos horas para poder llegar a un centro educativo donde, además, según me contaron docentes que manejan solos una escuela, ven el mismo contenido por tres años consecutivos.

Como médica, he tenido que visitar a los pacientes en sus casas, por la falta de centros de salud. Esta vivienda en Yasuní es de un hombre de 67 años con hipertensión. Fotografía de Yiara García para GK.
Esta es una de las razones por las que, me han contado los padres que van a la consulta, aumenta la deserción escolar. Los papás ponen a sus hijos a trabajar en el campo a muy temprana edad por la brecha económica y geográfica que impide a los jóvenes acceder a la educación superior.
A pesar de todas estas historias dolorosas que he visto de primera mano, mi estadía en la Amazonía me llevó a conocer también otra cara. Una que muestra cómo el petróleo no es la única salida para supuestamente mejorar la calidad de vida de sus habitantes.
Como doctora en Yasuní, tuve la oportunidad de visitar la comunidad kichwa Añangu, que vive cerca del bloque 14, dentro del Parque Nacional Yasuní. Un espacio del que se habla mucho ahora por la consulta popular por la que debemos votar el próximo 20 de agosto para decidir si seguir o no explotando el crudo del bloque 43.
Esta comunidad, fundada en 1976, está a cargo de conversar 21.465 hectáreas del Parque Nacional. Ha sido reconocida a nivel nacional e internacional por su trabajo en la preservación del ecosistema.
En 1997, los kichwa Añangu encontraron en el turismo responsable una alternativa para no ser parte de la explotación petrolera. Ese año empezaron a construir el lodge que llamaron Napo Wildlife Center, con apoyo de organizaciones internacionales. El hotel, a las orillas de la laguna Añangucocha, empezó a funcionar en el año 2004.

Vivienda de paciente shuar en el Yasuní. Con la olla, él saca agua de un riachuelo cercano contaminado. Fotografía cortesía de Yiara García.
En el 2007 la comunidad asumió al 100% la administración siendo un ejemplo de desarrollo local y sumando otros proyectos sociales. Construyeron escuelas que reciben a niños de comunidades vecinas como Nueva Providencia, Pilche, Sani Isla, a quien además de darles vivienda y alimentación se les da oportunidades, como becas a los 3 mejores estudiantes de cada año en universidades nacionales o extranjeras.
Actualmente los kichwa Añangu están construyendo un dispensario médico. Cada mes, esta comunidad invierte en la compra de medicamentos.
Añangu es una historia de cooperación y de progreso, del que todos los ecuatorianos deberíamos aprender. En mi visita, les pregunté qué piensan de la explotación petrolera. Me dijeron que quieren que pare, que no se explote y que les devuelvan lo quitado.
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