
Irse a volver
Una visita nocturna a la estación de buses de Quitumbe
Esa noche, en la estación de Quitumbe, en el sur de Quito, el cielo estaba despejado y no llovía, a diferencia de todas las noches anteriores. Esa noche, al igual que todas las anteriores, y los días, y las semanas, y los quince años anteriores, vio ir y venir a unas treinta mil personas que allí embarcan y desembarcan de buses urbanos e interprovinciales cada día.


Esa noche, en la terminal de Quitumbe, hacía el frío recio de febrero que cada año hace que los quiteños lamentemos: Dios mío, Cristo del Consuelo, está más frío que nunca, aunque esté tan frío como siempre ha estado. Un hombre de corbata negra y camisa blanca, que llegaba del cálido Quevedo, abrió la puerta del bus, que exhaló un breve susurro hidráulico, y al bajarse, se frotó las manos. Hay que vestirse para el destino es una vieja lección de los viajeros experimentados.


Inaugurada en 2009, Quitumbe reemplazó en sus funciones arteriales a la antigua terminal de Cumandá, en el Centro Histórico. La nueva estación tiene los ventanales amplios y los fierros monumentales de aeropuertos, puertos y terminales modernos. Mantiene la expresión volátil y efímera de sus usuarios, apurados por llegar al andén, tan cansados que solo piensan en llegar a casa, confundidos porque alguien no ha ido a recogerlos.

La vida en la terminal de buses de Quitumbe sucede también detrás de los mostradores de las decenas de líneas que conectan Quito con el resto del país. Aquí se encuentra un país, dice un letrero en la estación Tres Cruces, en Montevideo. “Los carteles de bienvenida suelen ser demagógicos”, escribió el editor y cronista peruano Julio Villanueva Chang a propósito de ese letrero. Quizá las estaciones, en realidad, no sean sitios de encuentro, sino de fractura: puntos de fuga de los que la masa quiere escapar para perder la anónima seña de pasajero en tránsito y volver a ser mamá, novia, enemigo íntimo, animal.


Esa noche, en la terminal de Quitumbe, el quiebre es evidente. Los buses se desgranan en sus pasajeros, que, sin despedirse de la gente con la que han compartido una, dos, ocho, catorce horas, caminan hacia las salidas. Del otro lado, otros tantos buses se nutren de gente que no saluda a sus compañeros de viaje.

Nunca reparamos en que, en los sistemas masivos de transporte, unimos, contra nuestra propia voluntad, nuestra vida con la de extraños con los que estaremos dispuestos a pelear por el espacio donde apoyamos los codos o por el ruido que hacen con sus celulares. O quizá no. La única premisa aquí que parece válida es que el sitio existe para que uno tenga dónde irse a volver.


Nadie reparaba en ello esa noche en la estación de Quitumbe, al sur de Quito. Era una noche igual, casi idéntica, a todas las anteriores. Solo faltaba que empezara a llover.
