
Pastores urbanos
En Quito, siempre hay perros paseando de la mano de un humano.
La manada sale de paseo, en silencio, con correas enredadas como líneas del destino. Son, en realidad, varias manadas, entrelazadas en correas que sostienen amables y silentes paseadores de perros en Quito. O eso parece. Porque no son una manada: desde que hace unos 30 o 15 mil años los perros evolucionaron de los lobos y decidieron que era mejor ofrecer compañía y cuidado a cambio de abrigo y alimento, dejaron la jauría y prefirieron la identidad individual. Ya no viven en clanes, ni cazan en grupo. Son solo un conjunto de cuerpos caminando cada mañana, ejercitándose, junto a otros perros.


Son lo más cercano que hay a un grupo de amigos saliendo a pasear —como aquellos de los que escribió Susan Orlean, aficionados al cruising, ese recorrer lento en auto la ciudad solo por el placer de hacerlo.

Acá hay un poco de ese ritmo: una caminata sin propósito claro, más parecida al vagabundeo que a la marcha. Pero tampoco son amigos —no hay juegos ni complicidades constantes—, aunque hay afectos. Hay tolerancia, reconocimiento, incluso cuidado. Lo que perdieron al alejarse del lobo —la jerarquía rígida, la estructura del clan— lo ganaron en modales sociales: se dejan oler, se esperan, se acomodan al paso del otro. Son cuerpos distintos que aprenden a coexistir sin necesidad de someterse. Esa habilidad, tan poco celebrada, es lo que hace posible la escena: que un samoyedo, un terrier, un golden y un runito caminen juntos sin romper la fila.

Van todos atados a la mano de un humano. Los paseadores los guían como si no hicieran nada, pero están haciendo todo: un giro de muñeca, un ligero tirón, un llamado a la calma. Saben quién se distrae con mariposas, quién necesita parar a orinar cada cuadra, quién se asusta con motos, quién se cansa de tanto andar y necesita que lo carguen un ratito. No dan órdenes. Ajustan el ritmo. Caminan con los brazos extendidos hacia adelante, como si las correas fueran una red de señales más que de control. Van siempre en silencio.


Los paseadores parecen el chaperón del grupo, el adulto que cuida a los chicos que se aventuran por la calle. Suelen ir de sombrero y mangas largas, —el sol en esta ciudad puede ser cancerígeno—, y tienen un aire taciturno que quizá es solo la ausencia de alguien más (otro humano) con quien conversar.


Los perros caminan con la lengua afuera y la mirada baja. No están buscando nada. Están, simplemente, siguiendo. A veces van siete, a veces doce. Las correas se cruzan como líneas enredadas de un texto que solo ellos entienden. Y, sin embargo, no hay caos. Hay una sincronía suave, una especie de coreografía modesta que se ensaya todos los días en las aceras de esta ciudad.


Recorren las lomas de Quito, donde el sol y la neblina se turnan sin avisar. Caminan con una calma que parece prestada, que se parece a la serenidad de sus paseadores sin apuros. Los paseadores y sus perros son una procesión cotidiana que no altera el tráfico ni cierra calles ni pregona otro credo que no sea el del paseo por el paseo. Los paseadores son pastores urbanos, y sus perros, sus feligreses a cuatro patas.
